Hay una muerte a la que todo el mundo le adjudica una causa natural, cuando no es más que el crimen más impune de la historia. Una muerte en la que, si su víctima se adivinara desde el principio, nos sacaría todas las ganas de vivir. Y, sin embargo, es ella la razón por la que vivimos; mejor dicho, es por ella que nos desvivimos.
No somos más que testigos y hasta cómplices de su muerte, y el principal verdugo, señalo, es el tiempo. Es por él que este crimen parece natural; se viste de antecesor y primitivo, y al final no es más que una invención humana. He aquí nuestro error número uno: le hemos dado al tiempo vida propia. Hicimos de él un ente, hecho y derecho, que hasta llegó a reproducirse y tuvo relojes, calendarios, agendas y despertadores, por nombrar algunos de sus hijos. Tuvo hijos, sí, que a su vez hoy tienen de hijos a (casi toda) la humanidad. Nos ayudan a organizarnos, sí… pero jamás a salir de su estructura. Pocos lo lograron, y muchos menos son los que se escapan exitosamente y a voluntad hacia el edén que promete la anacronía.
El tiempo se vale de sus propios sicarios: el apuro y la tranquilidad. Opuestos en sus tareas, trabajan juntos por necesidad. El primero, con aires de brutalidad, sofoca, empuja, aplasta, pisotea… bloquea al corazón y se lo entrega, rendido, al segundo. La tranquilidad, por su parte, lo desbloquea, lo anestesia y lo nutre de energía para caer en manos del apuro nuevamente, tarde o temprano.
Pero el tiempo trabaja para el autor material y dueño de esta mafia; o mejor dicho, autora, y esa “a” al final alcanza y sobra para demostrar tanto el poder como el alcance de los encantos femeninos. Ella es nada más y nada menos que la vida. Única para los que no creen en la reencarnación y de un comportamiento uniforme si se dejaran de lado todas las religiones, los colores e ideologías. Honrarla a voluntad sería nuestro error número dos… pero de ser así, estaríamos volcando el vaso a propósito para que se quedara medio vacío. He aquí la más dependiente de nuestras complicidades: la vida nos da, y mucho…y así como nos da, también nos quita. Pero es un negocio, su negocio, que a nosotros también nos beneficia. Y si no nos beneficia, nos hace buscar la forma de que así sea… a cambio de sangre, sudor y lágrimas.
Por eso, cuando el amor muere entre las personas, se le adjudica una causa natural a su muerte. Normalmente, se dice que fue por el tiempo, porque lo desgastó. Que fue por el apuro, que lo sofocó. Que fue por la tranquilidad que, ejecutando una rutina mortal, lo apagó.
Y la única responsable no va presa, porque no tiene superiores ni nadie que la descifre tanto como para dominarla. Peor aún, no hay nadie que quiera desistir de su negocio, y se cobra a todos nosotros, atados de pies y manos, cómplices y testigos, llorando ante el desamor.